La primera vez que Thomas Oliver Chaplin puso sus ojos sobre ella, supo que no tendría otra misión en su vida más que lograr que le prestara atención. Recordaba lo torpe que se había sentido allí sentado, viéndole ir y venir de un lado a otro, cargando una bandeja llena de bebidas y pasando sólo ocasionalmente por su lado. Más de una vez había tenido que resistirse de estirar la mano y rozarla. Estaba seguro de que valía la pena que ella lo mirara a los ojos.
Tenía cabello largo. Eso le gustaba. Estaba seguro que si se soltaba la apretada cola que llevaba en un moño en lo alto de la cabeza, el lacio pelo castaño le llegaría hasta la cintura.
Esa noche, Tom no se fue a casa. Sabía que, tarde o temprano, los clientes del bar empezarían a menguar y quizás ella se fijaría en él. Tomó algunas cervezas y aguardó, con más paciencia de la que realmente había creído tener.
La medianoche cayó pesada sobre el bar y siguió su camino. Los rezagados empezaron a emprender el camino de regreso para levantarse temprano y seguir con sus vidas laborales. Tom levantó los ojos verdes y trató de encontrarla. Sonrió al ver que estaba detrás de la barra, quitándose el delantal blanco que había llevado sobre la falda toda la velada. Era realmente preciosa y él sintió que se quedaba sin aire. Quizás esa estupidez del amor a primera vista existía en verdad.
Comenzó a ir todas las noches y a quedarse hasta que el bar estaba vacío. Le encantaba observarla maniobrar entre las mesas, le fascinaba cómo le tomaba el pedido con aquella voz dulce y cómo le ponía los vasos frente a él, con cuidado de no derramar una sola gota.
- Vienes bastante seguido.- Comentó ella una noche, no mucho después. Era martes, así que tenía la suficiente libertad para conversar un rato con los clientes.- ¿Eres de por aquí?
- Sí, vivo en Battle.- Respondió él, que aún residía en el pueblo en que se había criado.- ¿Qué hay de ti?
- Tengo un departamento a pocas calles de aquí.- La sonrisa de la chica era radiante y Tom se dio cuenta que debía parecer un verdadero idiota mirándola.- ¿Quieres que te traiga algo más?
- Otra cerveza.- Dijo. Ella se volvió para ir a buscarla, pero Tom no pudo aguantar más y la tomó de la muñeca. La atrajo levemente.- ¿Cómo te llamas?
Sus labios perfectos se extendieron en una sonrisa aún más magnífica que la anterior.
- Natalie. Nat.
- Bueno, Natalie-Nat,- susurró, haciendo que ella soltara una risita,- eres lo más hermoso que he visto en mi vida.
Sus mejillas se tornaron enseguida de ese color rosado que tenían desde niño cada vez que hacía algo que lo avergonzaba. Se dio cuenta que quizás eran los tragos hablando por él, pero cuando ella se inclinó y le dio un pequeño y fugaz beso, se sintió el tipo más afortunado del mundo.
Esa noche, cuando el turno de Nat acabó, él la acompañó a su casa y, cuando ella se lo pidió, aceptó subir a tomar un café. Se quedó a pasar la noche y advirtió, mientras ella se quedaba dormida a su lado, que probablemente nunca en su vida se había sentido así por otra chica.
Al poco tiempo de comenzar una faceta algo más seria de su relación, la carrera de Tom despegó. Desde pequeño él y sus amigos habían tratado de ganarse un lugar en la escena musical británica y al fin empezaban a lograrlo. Las canciones de su banda sonaban en las radios y tenían que viajar a lo largo y ancho del Reino Unido para participar de festivales o dar conciertos en lugares pequeños y asfixiantes. Hasta que les llegó la gran oportunidad de grabar un disco de verdad y todo cambió.
Los viajes empezaron a extenderse más y más. Nat estaba feliz por él y a veces lo acompañaba, pero ella también empezaba a preocuparse por su propia vida profesional. Al fin se había podido graduar en la Universidad, donde había estudiado Arte y quería arrancar su propia galería o buscar un empleo mejor que el del bar, al menos.
Quizás los dos estaban demasiado sumidos en sus propias vidas y en la distancia para notar los problemas que agobiaban a Tom. Comenzó a vivir con exceso, comenzó a beber más y a regresar a sus días de experimentación cuando estaba en la Universidad. En ese entonces, cuando tenía poco más de veinte años, había descubierto las drogas. Había sido una especie de tardía adolescencia.
Pero las cosas se desbandaron muy pronto. La personalidad de Tom cambió drásticamente de la noche a la mañana. La fama de la banda y la poca comunicación con quienes habían sido sus amigos de toda la vida y ahora eran también sus compañeros de trabajo comenzaron a arrastrarlo a un camino sin salida. Empezó a perderse en bares noches enteras. Faltaba a compromisos serios. Nat no lo veía prácticamente nunca.
Se sentía deprimido y solo. Intentó hacer terapia y no le funcionó. Se encerró en su casa y se sentó a ver televisión y llorar sin motivo aparente. No había manera de sacarlo de allí. Tim, su mejor amigo y tecladista de la banda, había intentado en más de una ocasión hacerlo reaccionar. Había ido a buscarlo a su casa y había estado golpeando por más de una hora para hacerlo salir, pero Tom se limitó a ignorarlo. No quería ver a nadie.
Pocas semanas después, simplemente desapareció. Su novia, su familia, todos se conmocionaron. Tim pasó dos días conduciendo por bares tratando de hallarlo, hasta que lo encontró en un antro oscuro de Hastings. Estaba absolutamente perdido.
- Tom…- Le dijo su amigo, apenado, entornando los ojos azules para mirarlo con preocupación. Lo ayudó a levantarse de la barra.- Tienes que buscar ayuda.
Tim lo llevó a casa de sus padres y de allí decidió ingresar en rehabilitación, en una isla en el río Thames, en Essex. Sólo duró unos pocos días y salió para descender nuevamente en aquella espiral venenosa. Mientras tanto, las obligaciones de la banda continuaban y Tom se sentía ahogado.
Un día del mes de agosto se hallaba en Japón, promocionando el último disco en que habían trabajado. Sin decirle nada a nadie, tomó sus cosas, se fue al aeropuerto y regresó a Londres. Acababa de caer en la cuenta de que si no hacía algo, el final que lo esperaba no podía ser muy bueno. Nat y su madre lo llevaron a un centro de rehabilitación en el norte de Londres y allí se quedó, haciendo un tratamiento de doce pasos que lo ayudó a disminuir el infierno en que vivía.
A partir de ahí comenzó a mejorar, aunque nunca fue fácil. Tuvo que solucionar todos sus problemas y no sólo sus adicciones. La relación con Nat se había deteriorado, la relación con sus amigos se había deteriorado, su familia estaba terriblemente asustada… Tom tuvo que llevar la cuenta a cero y hacerlo todo de nuevo. Aprender a ser él mismo sin todo ese ambiente tóxico.
Las cosas iban bien ahora. Habían dejado atrás los tiempos oscuros. Su trabajo iba mejor que nunca. Era bastante feliz y la gente que lo quería y lo rodeaba también lo era. Tim, Richard y Nat siempre estaban ayudándolo, haciendo que todo se volviera más simple. No estaba seguro qué haría sin ellos.
Y ahora Nat se había ido. Tom cerró con amargura la puerta, pensando que no se merecía aquello. No se merecía la presión. No era nada raro lo que pedía, sólo quería estar en su casa.
Tal vez la había presionado demasiado a ella. Sí, podía ser. Durante todos esos años (¿cuántos habían sido? Nat era mejor que él para calcular el tiempo que llevaban juntos, Tom siempre había sido un desastre), todo se había tratado de las necesidades de él. Pero, ¿qué podía hacer? Al fin todo estaba en su lugar y Tom tenía la oportunidad de manejar su vida como lo quería. Podía relajarse y ser él mismo sin preocuparse de que nadie lo juzgara, sin miedo a acabar deprimido en un bar hasta que Tim fuera a salvarlo.
Además… ¿ir a la fiesta de compromiso de su hermano? Odiaba ir a fiestas con la familia de Nat. Su padre lo miraba como si temiera que arrastrara a su hermosa hija a alguna terrible adicción. Su madre ocultaba la copa de champagne como si fuese una irresistible tentación para él y lo encasillaba para hablarle de nietos y bodas y cosas que a él le ponían los pelos de punta. Y ni hablar del resto de la familia. Tíos, primos, abuelos, todos tenían algo que decirle para ponerlo incómodo y hacer que le sudaran las manos. Al principio iba sólo para que Nat no se quejara, pero ahora ya no lograba soportarlo.
Su vida ya había sido demasiado compleja para permitir que los de afuera se inmiscuyeran. Quería paz, quería calma. Quería estar en situaciones que pudiera controlar. Quería ser feliz.
Regresó al sillón. Su té ya se había enfriado, así que lo apartó de malhumor. No le agradaba la idea de que Nat lo dejara. Le parecía injusto. Si ambos estaban bien así, ¿para qué plantearse estupideces que no los llevarían a ningún lado? Se reían, se querían, disfrutaban de los momentos juntos. ¿Por qué de repente empezaba a exigirle el anillo, los dos hijos perfectos y todas esas porquerías? Ya nadie se casaba a su edad.
Y quizás era de esos tipos que simplemente no se casan, que simplemente no se asientan. Tenía que concederle algo a Nat, al menos a regañadientes: sí era un poco inmaduro, pero ¿qué tenía de malo? Tenía derecho a hacer lo que quisiera con su vida. No iba a llevarla por un camino que no le gustara o no le convenciera sólo porque era lo que ella quería…
Pero Nat siempre había estado para él. Cuando la había necesitado, la había encontrado. Y, a pesar de que muchas veces no habían estado del todo de acuerdo o que muchas veces ella no lo había comprendido del todo… la quería.
Se puso de pie otra vez, incómodo. Era absurdo ponerse así por una tonta discusión. Al día siguiente, después de que se le pasara el malhumor por haber tenido que salir sola, llegaría con el desayuno y harían de cuenta que no había sucedido nada.
Levantó la taza y la llevó a la cocina. La dejó en el lavaplatos y abrió la nevera, pensando que lo mejor era pedir una pizza para cenar. No le apetecía cocinar en lo más mínimo…
El timbre sonó en ese preciso instante y Tom sonrió. Parecía que a Nat le había tomado menos tiempo del que había creído arrepentirse de sus palabras. Quizás ella también podría olvidarse de esa maldita fiesta y quedarse a pasar una noche agradable con él. ¿Para qué ir a una reunión con gente aburrida si podía pasar un par de horas más entretenidas con su novio?
Caminó con calma de regreso a la sala, tratando de no sonreír de manera muy evidente.
Sin embargo, su sonrisa se borró cuando abrió la puerta. A primera vista, parecía que no había nadie, que alguien había tenido ganas de fastidiarlo tocando el timbre y salir corriendo antes de que tuviera tiempo de abrir. Pero cuando bajó la cabeza unos centímetros se encontró con una niña pequeña que lo miraba con unos ojos enormes bien abiertos.
Tom frunció el ceño.
- ¿Qué haces ahí?- Era demasiado bajita para llegar sola al timbre. Tenía la cabeza cubierta con un gorrito de lana gris, del mismo color que el abrigo raído y deshilachado que le cubría el cuerpito. No parecía tener más de seis años. Bajo el brazo apretaba un conejo que de seguro había conocido mejores tiempos.- ¿Te perdiste?
La niña no respondió y Tom se preguntó si sabría hablar. Miró alrededor, para ver si veía a su madre o a su padre, pero la calle estaba desierta y el frío era atroz. Con la manito algo temblando y las diminutas pestañas llenándose de copitos de nieve, la pequeña le extendió un papel arrugado.
Tom lo tomó, extrañado y se dio cuenta que era un sobre. Lo alisó y lo revisó, pero no decía nada. Estaba mal cerrado, así que no le costó nada levantar la solapa y extraer la hoja de papel que estaba dentro.
- ¿Es para mí? ¿Quieres que la lea?- Inquirió inseguro, pero ella se quedó inmóvil, mirándolo quizás con cierto temor. Encogiéndose de hombros y ansioso por regresar al calor de su hogar, desdobló la hoja y, contemplando la letra curvilínea y aparentemente trazada a las apuradas, empezó a leer.
Tom, decía la carta y se alivió de no estar violando correspondencia ajena, quiero pedirte disculpas por contactarte de este modo, después de tanto tiempo. Sé que no es lo más adecuado, pero estoy desesperada. Sé que será una sorpresa para ti, pero Lena es tu hija…
Tom detuvo la lectura de golpe y miró nuevamente a la niña, con los ojos tan abiertos como los de ella. Volvió a leer la última oración para asegurarse de que no había cometido un error.
¿Qué diablos era aquello? ¿Era una broma? ¿Nat había organizado aquello para ver si despertaba algo en él?
Sé que será una sorpresa para ti, pero Lena es tu hija…
Ésa era, definitivamente, una broma de mal gusto.
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