La cabeza golpeó repentinamente contra una superficie dura y eso logró despertarme del profundo sueño en que me había sumido. Sobresaltada, me apresuré a mirar la hora, pero sólo había quedado inconsciente unos cinco minutos.
Aparté la comida que tenía frente a mí. Había perdido el apetito. El cansancio le ganaba al hambre por mucho y no veía la hora de que el turno llegara a su fin para poder desmayarme en una cama y dormir algunas horas sin interrupciones. Sin altavoces llamándome a la sala de emergencias, sin buscadores personales, sin celulares.
No existían los días, las noches, los fines de semana o las vacaciones dentro del caótico mundo que era un hospital tan grande como el General Hospital de New York. Con la cantidad de accidentes automovilísticos, robos y demás catástrofes que acontecían en la ciudad más ajetreada del planeta, no había un solo segundo que perder. Una taza de café para permanecer despiertos y a soportar los largos turnos que parecían durar eternidades enteras.
Me puse de pie y traté de despejarme la somnolencia lo más posible. Eché un vistazo a mi aspecto en el espejo que había junto a unos armarios de la sala de descanso y noté que en mis ojos grisáceos asomaba un agotamiento casi extremo. Mi larga bata blanca estaba algo arrugada por los ratos de siesta que me robaba entre paciente y paciente en algún sillón y el cabello de un tono oscuro de rubio reclamaba un lavado lo más urgentemente posible.
- Seis horas más.- Le susurré a mi reflejo en señal de aliento.- Seis horas y me daré una ducha. Seis horas y me iré a dormir. Seis…
El bip bip del buscador empezó a resonar en alguno de mis bolsillos así que me apresuré a buscarlo. Era un mensaje corto y conciso: Accidente en la Quinta. Personal a ER.
Me colgué el estetoscopio que había dejado en la mesa y, recogiéndome el cabello con prisa en la nuca, corrí por los pasillos hacia el piso de abajo. Las primeras ambulancias estaban empezando a llegar y las camillas colapsaban los pasillos.
- ¡Doctora! ¡Doctora Connelly!- Me volteé al oír una voz que me llamaba y vi que se trataba de una de las enfermeras, que empujaba una camilla con un hombre mayor que borboteaba sangre por cada orificio de su cuerpo.- ¡Por aquí, rápido!
Ayudé a la enfermera a empujar la camilla hacia el ascensor que llevaba a los quirófanos, que también estaban absolutamente revolucionados. Una vez más, el tiempo empezó a escurrirse como si no existiera y el cansancio cedió todo su espacio a la concentración.
Las seis horas restantes de mi turno llegaron y pasaron sin ser advertidas, hasta convertirse en diez. Fue en ese momento en que acabé de enyesar la pierna de una niña de catorce años que no paraba de llorar como si la estuviera atacando y no paraba de llamar a sus padres, a quienes no podíamos localizar en lo revoltoso de la situación.
Después de eso una mujer embarazada reclamó mi atención con aspecto asustado, pidiéndome que la revisara.
- Normalmente se mueve todo el tiempo.- Sollozó mientras preparaba el ecógrafo en un rincón de la sala de urgencias.- Pero no lo siento, doctora…
Su esposo le tomó la mano sin decir nada. Era evidente que ambos estaban muy preocupados.
Escruté la pantalla con el ceño fruncido.
- Todo parece en orden.- Comenté distraídamente, haciendo que ambos esbozaran leves sonrisas de alivio.- Ordenaré un par de estudios sólo por si acaso.
Logré encontrar cinco minutos para una taza de café. Estaba algo frío y asqueroso, pero me tomé un buen trago de una sola vez y sacudí la cabeza. Instintivamente, volví a fijarme en la hora. Hacía más de treinta horas que estaba de servicio y por lo que se veía en el hall de recepción, no parecía que fuera a terminar muy pronto.
- Te ves fatal, Mae.- Masculló Rob desde la entrada de la sala de descanso y me volví a mirarlo. Estaba apoyado contra la puerta, con el cabello castaño caído sobre la frente con descuido y aspecto algo fresco. Era evidente que se había dado una ducha y que sus horas de servicio no habían sido tan extensas como las mías. Sus ojos verdes brillaron con picardía.- ¿Tomaste algo de café? Te haría bien.
- Nunca en la vida había tomado tanto café como lo hago desde que comencé a trabajar aquí.
- Gajes el oficio.- Me guiñó un ojo.- Creo que te necesitan en el consultorio ocho. ¿Quieres que te cubra?
- No, no.- Me acomodé la bata una vez más.- Ya voy yo.
- Deberías irte a tu casa. Tu turno terminó hace mucho, Mae. Ve a dormir un par de horas.- Insistió.- Te alcanzaré en tu departamento más tarde.
Por mucho que me tentara la idea de dormir a pierna suelta por lo menos un rato y después pasar otro rato más en la cama con Rob, sabía que no era justo para toda la gente que seguía aguardando por atención en la sala de espera.
Decliné el ofrecimiento y me dispuse a salir camino al consultorio, pero él me detuvo tomándome por un brazo. Me acercó con cuidado y me dio un pequeño beso en los labios, sin decir más nada.
Cuando una persona se aparta casi por completo del mundo real y se interna en un hospital a trabajar día y noche, todo lo que le queda es relacionarse con enfermos o con médicos. Hacía cosa de un año que Rob y yo nos frecuentábamos, pero era algo sólo casual y sin mucha importancia. No estaba segura, pero quizás él frecuentaba otras mujeres. No me molestaba en absoluto, lo nuestro jamás había sido serio. Nos limitábamos a hacernos compañía en lo solitario de la vida de un médico.
No recordaba cómo había empezado todo. Quizás habría sido en alguno de esos momentos en que el cansancio me dejaba casi inconsciente y ya no era capaz de comprender lo que estaba haciendo. Sólo recordaba que de pronto estaba en el vestuario del tercer piso con los labios de Rob bien pegados a mi cuello y que la sensación de soledad había disminuido un poco.
El paciente que aguardaba en el consultorio resultó necesitar una angioplastia de urgencia. Era un hombre que rondaba los cuarenta y que, a pesar de lo mal que estaba sintiéndose, no quería despegarse de su teléfono celular, desesperado por contactar a su esposa. Tuve que arrancárselo de las manos camino al quirófano.
Después de anestesiarlo, comenzamos la operación. Había conmigo otro cirujano y un par de instrumentistas. Colocamos el catéter y empezamos a cerrarlo nuevamente, pero de pronto la presión bajó en picada y su corazón dejó de latir.
- ¡Traigan el desfibrilador, rápido!- Grité.- ¡Carguen a cien! ¡Despejen!
El molesto pitido que indicaba el paro del corazón del paciente resonaba en mis oídos como una especie de amenaza, de burla. Detestaba ese ruido. Lo odiaba en lo más profundo y aún después de los años de práctica seguía poniéndome nerviosa la posibilidad de que algo saliera mal.
- ¡Vamos otra vez, despejen!- El cuerpo pegó un salto en la camilla al tiempo que recibía la descarga. No di tiempo a que volviera a caer en su sitio, sino que volví a esgrimir las paletas.
- Doctora, declare la hora de la muerte.- Exclamó el otro médico, tratando de hacerme entrar en razón.
- Carguen a ciento veinte, aún hay posibilidades.- Musité en cambio.
El cuerpo del paciente volvió a saltar con más fuerza, pero ya no había caso. El horrendo pitido seguía resonando en el recinto.
- ¡Una vez más!- Clamé, sin poder creer que eso estuviera pasando. Sentí que los brazos me pesaban mientras sostenía las paletas del desfibrilador. Pesaban una tonelada cada una.
- Ya no tiene caso, doctora Connelly, el paciente ya falleció. Declare la hora de la muerte.- Insistió, horrorizado, el otro médico.
- No, aún puedo…
- ¡No, Mae, no puedes! ¡Acaba con eso antes de que prendas fuego el quirófano!- Estiró los brazos y me quitó el desfibrilador. Luego le echó un vistazo a una de las pantallas que teníamos alrededor. Pero mis ojos seguían clavados en ese hombre que hasta unos pocos minutos antes estaba con vida y sólo quería llamar a su esposa por teléfono.- Hora de la muerte, dos y treinta y cuatro.
Me quité los guantes descartables, los arrojé a un lado y salí de allí como un huracán.
Luego de treinta y siete horas de servicio, llegué a mi departamento en la segunda con la cincuenta y tres y me dejé caer en la cama, esperando dormirme instantáneamente.
Sin embargo, no fue así. Llevaba casi cuatro años trabajando en el General Hospital y jamás un paciente había muerto delante de mí, en mi mesa de operaciones. Nunca había tenido esa sensación amarga recorriéndome la garganta como un líquido a punto de ser expulsado.
¿Qué había hecho mal? ¿En qué momento me había equivocado? ¿Habría hecho alguna incisión mal? ¿Habría sido un mal cálculo de la anestesia? ¿Un descuido en el procedimiento? ¿Qué, por amor de Dios?
Me sentía frustrada y desesperada. Enfrentarme a la familia del hombre, a quien finalmente habíamos podido localizar había sido terrible. Su esposa no podía comprender mis palabras. No entendía cómo era posible que en unas pocas horas su marido hubiera desaparecido para siempre. Exigió respuestas a sus preguntas, pero lamentablemente yo también estaba buscándolas.
Nada nunca me había apasionado tanto como mi trabajo. Salvar vidas, ayudar a la gente… había soñado con eso desde los cuatro años, cuando mi madre me había obsequiado un maletín de juguete con estetoscopios y jeringas de plástico. ¿Y ahora qué? ¿De qué servían tantos años en la universidad y tanto esfuerzo si la gente iba a morir sin que yo pudiera remediarlo?
Lloré con furia durante un rato, aferrada a la almohada. El sol de la tarde inundaba la habitación y escuchaba los ruidos de la vida ahí afuera.
Empujando la puerta con el hocico, Cherry entró en la habitación. Tenía pelaje castaño y desgreñado y las patas blancas. Su nariz tenía la forma de una pequeña cereza y todo lo que hizo fue apoyar la cabeza contra la cama y mirarme con sus ojos negros como si estuviera consolándome.
Me limité a palmearla con torpeza hasta dormirme. La tarde pasó de largo y la noche apuntó a hacer lo mismo, pero nuevamente el tiempo no importaba para mí.
Los ladridos de Cherry me despertaron a la mañana siguiente. Me levanté al darme cuenta de que lo que provocaba a la perra eran los insistentes golpes en la puerta y me tambaleé a lo largo de la sala hasta la entrada. Logré abrir y asomarme para ver de quien se trataba. Rob entró cargando sendas tazas de Starbucks y vistiendo aún la misma ropa con la que lo había visto la última vez. Aparentemente, acababa de salir del hospital.
- ¿Cómo estás? Te traje el café como a ti te gusta.- Entró sin esperar invitación y me besó dulcemente.
Acepté la taza de papel que me pasaba y lo miré confundida. Aún no me sentía mejor. Para nada.
- Estoy bien.
- No lo pareces.- Sus ojos se llenaron de compasión y me recordaron a la manera en que mi perra me había mirado el día anterior.- Me enteré de lo que sucedió.
Bajé la mirada y caminé hasta el sillón. Me dejé caer, quitándome las pantuflas blancas y dejándolas tiradas descuidadamente por ahí.
- Imagino que no han estado diciendo nada bueno de mí.
- Vamos, Mae, a todo el mundo le sucede.- Dijo con ligereza.
Lo observé espantada.
- ¿A todo el mundo le sucede? ¡Por Dios, Rob, un hombre murió sin que pudiera hacer nada! ¿Cómo puedes decirlo así?- Repliqué.
- Debiste pensar en las consecuencias cuando decidiste estudiar medicina. En esta vida se gana y se pierde, todo es como un juego de azar gigante. A algunos les toca vivir y a otros no. Pero tú no eres Dios, Mae, tú no tomas las decisiones, sólo sigues las reglas.- Respondió, sentándose a mi lado. Pero de pronto yo moría de ganas de alejarme.
- Algo estaba mal cuando yo estaba a cargo. No es tan fácil resignarse a algo como esto.
Me puse de pie y caminé hasta la ventana. Nueva York se asomaba del otro lado, pero su color parecía perderse ante mis ojos.
- Estabas agotada y no podías tomar consciencia de…- Comenzó. Pero yo no deseaba oírlo. Sólo quería que se fuera, que me dejara sola. No me entendía. Rob no comprendía cómo me sentía.
- No importa todo eso. Debí haberlo hecho bien. Ese es el fin del asunto.
Un silencio se alzó entre nosotros como una barrera. El único ruido que se oía era el del tráfico en las calles.
- Bien, olvidémoslo. Tomemos el café, veamos algo de televisión y relajémonos. Para cuando tengas que empezar tu próximo turno te sentirás como nueva, ya verás.
Meneé la cabeza con suavidad.
- Preferiría estar sola, gracias.
Me contempló, incrédulo.
- ¿Cómo puedes hacer una gran tragedia de esto, Mae? ¡Eres médico! ¡A lo largo de tu carrera verás morir a mucha gente! ¿Vas a desmoronarte de este modo cada vez que suceda?
No respondí. Me limité a seguir dándole la espalda, perdida en mis pensamientos. Mi cabeza aún trataba de rememorar cada movimiento, buscar la falla que había terminado en aquello…
- Bien, perfecto. Haz lo que quieras. Te veré mañana.
Tras unos segundos, la puerta se cerró y la soledad se ciñó en torno al apartamento. Aún había algunas cajas por ahí, jamás había terminado de mudarme, por falta de tiempo, por estar cansada.
Me senté en el piso y abrí una de las cajas, buscando algo que me distrajera con urgencia. Extraje un par de libros, pero dejé todo a un lado tan pronto como lo desempaqué. Dentro de mí crecía una desconocida necesidad de huir. De pronto Nueva York parecía amenazarme con lo alto de sus edificios y lo concurrido de sus calles. Quería irme a un sitio donde podía cerrar los ojos y no oír el más mínimo ruido, ni la más mínima recriminación. Quería huir de las ambulancias y de las noches interminables en la sala de emergencias. Quería huir de mis errores.
Simplemente quería escaparme de allí lo más pronto posible.
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