Bajé las escaleras de madera con Cherry pisándome los talones y haciendo ruiditos con las patitas sobre la desgastada superficie. No hacía ni una hora que habíamos llegado a aquella hermosa posada de La Trinité-sûr-Mer. El sonido del mar se colaba por las ventanas abiertas junto a la brisa veraniega y se entremezclaba con la música de Charles Aznavour que la casera estaba oyendo en alguna parte de la planta baja. Todo parecía salido de un cuento de hadas y me alegraba haber terminado allí.
Salí por la puerta trasera y caminé hacia la playa, quitándome las zapatillas para sentir la arena entre los dedos. Cherry ladró y corrió hacia la orilla para espantar un ave que volaba bajo. Sonreí al verla. Parecía tan feliz como yo, lo cual era bastante lógico. Ambas éramos bichos de ciudad y estar allí era una especie de receso de tanto edificio, tanto tráfico, tanto ruido.
Respiré el silencio y seguí a la perra a paso lento. Encontré un lugar agradable al final de un médano donde la arena se mantenía seca y me senté allí, apoyada sobre un pedazo de tronco abandonado para abandonarme yo misma en la lectura de un libro que hacía tiempo deseaba comenzar, pero que las interminables guardias del hospital me había impedido.
Cuando se cansó de corretear, Cherry regresó a mi lado y se acostó, poniendo su hocico contra mi rodilla. Me sentí en el paraíso mismo y sentí que, de algún modo, el malestar que me había hecho huir se remetía hasta lo más profundo de mí, haciéndose menor por un rato.
El sol estaba bien alto en el cielo y hacía bastante calor. Después de unos minutos levanté la vista hacia el mar con cierto anhelo: me apetecía darme un buen chapuzón y bracear un largo rato para quitarme todas las tensiones que podían llegar a quedar dentro de mí. Comencé a ponerme en pie para ir a cambiarme, cuando Cherry pegó un salto y se largó a la carrera hacia la orilla, un poco más allá. Ladrando muy fuerte, fue directo hacia alguien que se acercaba a trote suave. Me puse la mano sobre los ojos para tapar el sol y ver qué sucedía, y abrí la boca para llamar a la perra al orden. Sin embargo, no hice a tiempo. Lanzándose contra el desconocido, lo tumbó de espaldas sobre la arena y se paró en su pecho, sin dejar de gruñir.
- Maldita sea, ¡Cherry!- Llamé, echándome a correr tras ella.- ¡Quítate de ahí!
El hombre que estaba tirado en el suelo trataba de espantarla sin ponerse al alcance de sus dientes. Estaba algo sudado por haber estado corriendo y vestía una remera amarilla con una bermuda azul gastada. Los ojos azules miraban a mi mascota de manera poco amistosa y su cabello oscuro empezaba a llenarse de arena.
- Lo lamento tanto… Je… moi… ¿cómo demonios se pide disculpas en francés?- Bramé, frustrada, dándole un empujón a Cherry para quitarla de en medio.
- Lo lamento fue suficiente.- Musitó él, con un marcado acento inglés.- Aunque no vendría mal que le enseñara a su perro a no tirarse encima de la gente.
Le tendí una mano para ayudarlo a levantarse, pero el hombre de puso de pie por sus propios medios. Se sacudió la ropa mientras yo trataba estúpidamente de explicarme.
- De verdad lo siento. Somos de Nueva York, si ves a alguien corriendo es porque acababa de hacer algo malo. No estamos acostumbradas a…
- Ya no diga más, estoy bien.- Interrumpió, visiblemente molesto.- Que tenga buen día.
Lo observé alejarse por unos segundos, preguntándome si sería grosero por naturaleza o realmente era tan terrible que un perro lo tumbase. Luego me encogí de hombros, fui a buscar mi libro y llamé a Cherry para que me siguiera de regreso a la casa.
Una vez allí, la casera me ofreció algo de almorzar, con lo que me recordó el gran apetito que tenía y acepté gustosa. Prometió subirme algo de comer en unos minutos y yo aproveché para subir a cambiarme a mi habitación.
Abrí la puerta del balcón y busqué mi traje de baño en la maleta, de dos piezas, color verde esmeralda y que no había visto una piscina o algo de agua en mucho tiempo. ¿Quién demonios tenía tiempo para nadar en estos días?
La mujer me llevó un abundante plato de sándwiches de muchas variedades en una bandeja, junto con algo bien frío para beber. Llevé todo a la mesa del balcón y regresé adentro a buscar mi libro para continuar la lectura.
La vista desde allí era espectacular. Una buena porción de playa parecía adornar como un cuadro gran parte de la habitación. Desde el piso de abajo seguía llegando un leve dejo de música. Esta vez se trataba de Edith Piaf, si los oídos no me engañaban. Sonreí, dándome cuenta que no extrañaba Nueva York ni un poquito.
No estaba segura cuánto tiempo había estado sumergida en aquel diminuto mundo personal, pero no podía ser más de media hora, cuando una voz pareció interrumpirlo de pronto. Estaba muy cerca, aunque no estaba segura de dónde venía.
- ¿Para qué demonios estás llamándome?- El acento inglés era tan evidente que me hizo recordar al instante el pequeño incidente de la playa.- ¿Vas a decirme que quieres que diga o haga algo? ¿Quieres que interrumpa todo, Jayne? ¿Quieres que me ponga en ridículo para que en un par de días te canses de mí y me dejes de nuevo?
Levanté la vista del libro y vi que el tipo de la playa salía de la habitación contigua, cuyo balcón estaba bien pegado al mío, hablando por celular. Su piel estaba algo húmeda, al igual que su pelo, y todo lo que llevaba puesto era una toalla enroscada alrededor de la cintura. Antes de darme cuenta que lo estaba mirando demasiado fijamente, admití que era endemoniadamente atractivo.
- ¡No! ¡Es tu maldita culpa si todo termina mal entre nosotros y me alegra si eso te apena! ¡Ahora ve a casarte y ya no vuelvas a llamarme!- Cerró el celular de forma brusca y, tras llevarse una mano al cabello, con cierto dejo de desesperación o frustración, lo arrojó bien lejos en dirección al mar. Aunque no llegó al agua hizo un ruido al caer y eso pareció dejarlo bastante satisfecho.
Cherry se levantó de donde había estado recostada y empezó a ladrar en dirección al teléfono mutilado, haciendo que él se volviera hacia mi balcón.
Condenada perra bocona, pensé, mirándola con recelo.
El hombre me miró en señal de reconocimiento y le dedicó a Cherry una mirada de fastidio. Estiré una mano y la insté a callar.
- Hola.- Dije, sintiéndome un poco tonta.
- ¿Estabas oyendo?- Murmuró él en cambio.
- No fue mi intención.- Respondí, a la defensiva. Después de todo, él había salido de su habitación prácticamente a los gritos.- Sólo estaba aquí leyendo.
Se volvió, ignorándome, y agarrándose del borde del balcón, como si buscara algo que lo serenara. Lo observé con el ceño fruncido.
- ¿Necesitas ayuda o algo?- Susurré, sin poder evitar que mi instinto médico se impusiera. Me parecía que estaba respirando mal. Pero él no me respondió.- ¿Quieres un vaso de agua?
Su espalda estaba tensa. Podía ver cómo los músculos se contraían mientras él seguía aferrándose a la baranda.
Tras unos segundos carraspeó y se enderezó como si hubiese recuperado la compostura. Se giró para mirarme, con la toalla aún firmemente enroscada en la cintura.
- Lamento la escena.- Me dedicó una sonrisa avergonzada, pero había un brillo especial en sus ojos azules.- No suelo dejarme llevar tanto. Y lamento haberte hablado de ese modo.
- No hay problema.- Musité, estudiándolo con atención. O tenía graves conflictos internos, o una grave pena interna o una grave esquizofrenia. Ninguna de las tres opciones me pareció alentadora.
- Te dejaré… te dejaré que sigas leyendo.- Me hizo una seña con la cabeza, como si tratara de sonar despreocupado y retrocedió unos pasos, hacia la puerta de su habitación.
- ¿Seguro que no necesitas nada?- Volví a preguntar.
- No. Gracias.
Desapareció en el interior de la casa y, suspirando, fui a sentarme nuevamente. Abrí el libro donde lo había dejado y continué leyendo, masticando distraídamente un sándwich y tirándole algunos pedacitos a Cherry, que esperaba ansiosa cerca de mí.
Pero, extrañamente, no podía dejar de estar pendiente del balcón de al lado y del silencio que salía desde esa habitación.
Tim arrojó la toalla contra la cama, furioso. Durante un par de horas se había permitido a sí mismo fantasear con la idea de que allí estaba escapando del dolor que Jayne le causaba… y, sin embargo, ella había logrado alcanzarlo incluso allí.
¿Por qué creía tener derecho para hacerle algo como aquello? Se sentó en la cama y se cubrió el rostro con las manos, aún sin creer todo lo que le estaba sucediendo. ¿Cómo se había atrevido a llamarlo para decirle que no quería que todo terminara mal entre ellos? ¿Cómo podía hacerlo sabiendo que ella se había ocupado de aspirar cada mínimo resto de vida antes de dejarlo?
Su voz lo había paralizado al oírla. Su mente vagó por ideas imposibles que había soñado todos esos meses. Te extraño, Tim. Ya no quiero casarme con él. Vuelve, por favor. Cometí un grave error.
- No puedo empezar mi nueva vida sabiendo que aún tengo un asunto pendiente en la que dejé atrás. Tim, vamos.- Fue lo que dijo en cambio y no sólo sonó compasiva, sino burlona, como si quisiera incitarlo a reír.- Ven a verme, hablemos. No quiero que todo termine tan mal entre nosotros.
Tim miró a su alrededor. Parecía que estaba allí, alcanzándolo, estirando las manos para tocarlo, para impedirle escapar. Buscó su maleta con la mirada, decido a regresar a Londres, aunque sin saber exactamente qué haría allí mientras Jayne…
Se vistió rápidamente y se acercó a la mesita de luz. Tomó el auricular del teléfono y se quedó muy quieto, sin saber a quien llamar. ¿A Richard? ¿Para qué? ¿Qué iba a decirle? ¿Iba a correr hacia su amigo llorando como si tuvieran cinco años? ¿Iba a repetir la misma estupidez que llevaba haciendo desde que ella se marchara?
¿Y qué demonios pensaba hacer en Londres? ¿Para qué había ido hasta allí? No podía ser tan idiota. Tenía que ser fuerte y dejar de sufrir por alguien a quien evidentemente no le importaba. Era un imbécil.
Su cabeza zumbaba. Los pensamientos lo estaban aturdiendo. Sentía que si seguía oyendo todo lo que revoloteaba dentro de él, iba a volverse loco.
Necesitaba algo que lo calmase. Y pronto.
Una vez que terminé de almorzar, volví a bajar hacia la playa. Tendí una toalla en la arena, que fue usurpada rápidamente por Cherry y caminé hasta el mar. Las olas juguetearon con mis pies unos instantes, como si me invitaran a sumergirme en las profundidades de más allá. Pero tenía que aguardar al menos cuarenta y cinco minutos más antes de darme un chapuzón y me limité a ir de un lado a otro pensativa, disfrutando del roce del agua y la espuma.
De pronto, como si una ola me hubiese embestido de repente y me hubiese derribado, sentí cómo mi ánimo empezaba a decaer. ¿Cuánto tiempo pensaba quedarme allí, fingiendo que mi vida en Nueva York no existía? ¿Cómo iba a enfrentarla una vez que el avión me llevara de regreso?
Con esas preguntas, muchas más se apresuraron a acuciarme y enseguida me sentí demasiado cansada. Tenía el presentimiento de que algo bullía dentro de mí por primera vez en muchos años. Como un volcán que creía inactivo y que de improvisto comenzaba a erupcionar sacando a la superficie cosas que creía muy enterradas.
Me senté aferrándome a mis rodillas donde el agua ya no podía alcanzarme. Me sentí sola y vulnerable y, sobre todo, estúpida por haber creído que unos días de viaje solucionarían lo que quizás llevaba toda la vida roto.
Hacía mucho calor pero yo sentía frío, un frío que iba más allá del sol que brillaba sobre mí o de la brisa veraniega o de cualquier otro factor climático posible. Era un río helado que llegaba desde el mismísimo fondo de mi alma y me aterró descubrirlo. Me aterró porque me parecía una amenaza intangible e ilógica contra la que no podía hacer nada. O contra la que no me atrevía a hacer nada.
Suspiré al mismo tiempo que sentía un cosquilleo en la nuca. Y antes de que pudiera volverme a ver qué lo había provocado, el hombre del acento inglés se dejaba caer a mi lado, sentándose cerca de mí. Lo miré mientras ponía sus brazos alrededor de sus rodillas, tal como yo me había puesto. Sus ojos azules se clavaron brevemente en los míos y me pareció leer una desesperación muy parecida a la que yo sentía en él.
- No te pregunté tu nombre.- Susurró sobre el golpeteo del mar contra la costa.
- Mae.- Dije yo también en voz baja, como si alguien pudiera oírnos.
- Hola Mae. Soy Tim.- Me extendió su mano de dedos largos y palma ancha y yo la estreché. El calor de su piel me subió por el brazo, extendiéndose a lo largo de mi columna, de mis piernas, de cada centímetro de mí y reconfortando un poco el hielo que se endurecía dentro de mí.
Nos soltamos lentamente, casi con reticencia. Su mano deslizándose con suavidad de la mía, para regresar a su pierna.
Luego los dos desviamos la mirada hacia el mar y nos quedamos en absoluto silencio, como si las palabras no hicieran falta.
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