sábado, 17 de enero de 2009

Bend & Break: Capítulo 3.

Las idas y venidas del aeropuerto John F. Kennedy me marearon un poco al principio. Era extraño encontrarme a mí misma allí, tomando una decisión inesperada: sólo yo y una maleta pequeña hecha a las apuradas en mi desenfrenado intento por huir de la realidad.
La chica de peinado estirado y labios rojos que estaba detrás del mostrador me observó con impaciencia mientras yo seguía estudiando la pantalla de vuelos próximos a salir y trataba de decirme a mí misma que no estaba haciendo una estupidez. ¿Qué mejor manera de remediar mis errores que volviendo al trabajo y tratando de ayudar a otro paciente? Sin embargo, no podía. La sola idea de ir al General Hospital me ponía enferma a mí.
Los murmullos de descontento que me llegaban desde la fila que tenía detrás, me indicaron que ya llevaba demasiado tiempo demorando a la gente. Miré otra vez a la chica de labios rojos.
- ¿Cuál es el vuelo que sale más pronto?- Pregunté.
- El vuelo a Dallas. Sale en quince minutos.
No me parecía el lugar ideal, pero estaba lejos. Busqué dinero en mi cartera.
- Bien. A Dallas iré entonces.
- Ya no quedan boletos, es un vuelo comercial pequeño. Tendrá que aguardar al que sale mañana por la mañana.- Informó de manera automática y cansada.
- Bueno. ¿Entonces qué es lo próximo para lo que sí tenga sitio?
La mujer revisó de manera eficiente la pantalla de la computadora con todos los datos sobre los vuelos.
- Israel, Japón y Francia. Todos salen en menos de una hora y hay lugares disponibles.- Contestó y me dedicó una mirada de decídetedeunavez.
Pensé en las opciones, cada vez más nerviosa y más dispuesta a regresar a casa y esconderme bajo la cama. Cherry ladró desde su jaula, que llevaba en el carrito junto a la maleta. No le agradaba estar encerrada y también me instaba a que me apresurara.
Israel… ¿qué podía hacer en Israel? De seguro que ahí nadie iba a conocerme, pero la idea de irme a un sitio donde me encontraría totalmente fuera de mi elemento no me llamaba la atención. Además, Israel me sonaba a morirme de calor. Me sonaba a túnicas. Me sonaba a hebreo y a incomunicación.
Japón… había algo de las culturas orientales que, aunque atractivas y quizás interesantes, no terminaba de gustarme. Por supuesto, el factor del idioma también me sacaba de quicio. Y el hecho de que todas las personas fueran espeluznantemente similares me ponía los nervios de punta. No, nada de Japón.
Y Francia. París. La Torre Eiffel. No sonaba mal, pero tampoco acababa por decidirme. Y no hablaba francés. Sólo una o dos palabras sueltas. No me serviría de nada y…
- Señorita, voy a tener que pedirle que despeje la fila y regrese cuando esté lista. Mucha de esta gente tiene un vuelo que abordar y nada de tiempo que perder.- La chica de los labios rojos irrumpió en mis cavilaciones, ya más hostil. Neoyorkina hasta la médula.
- Francia.- Dije entonces, sin siquiera pensarlo y algo sorprendida por el hecho de estar realmente considerando la posibilidad de irme a Europa sin mirar atrás. ¿Qué estaba sucediendo conmigo?
Tras un breve papeleo, pasaje en mano y equipaje (y Cherry) yéndose por la cinta transportadora (no sin una punzada de culpa al ver sus ojitos negros alejarse con cierto recelo) me encontré abordando un avión. Y preguntándome a mí misma en qué punto de todo aquello había perdido la razón. ¿Habría sido durante esa última fatídica cirugía? ¿Habría sido durante las más de treinta horas de servicio sin descanso? ¿O llevaba ya tanto tiempo incubando la locura que no la había visto venir?
Me senté en mi asiento junto a la ventanilla y suspiré. No volaba desde hacía uno o dos años. De pequeña había pasado algunos veranos en Europa, pero no recordaba nada de aquello.
Aún me sentía exhausta por la falta de descanso. El avión no había despegado cuando me quedé dormida. Y con el sueño se acabaron los planteos y los miedos. Ya no había vuelta atrás.

Tim llegó a al aeropuerto Heathrow no mucho después de haber salido de su apartamento. Caminó decidido hacia el mostrador de venta de pasajes y miró a la mujer que estaba detrás. Ella levantó la mirada sorprendida por su aparición repentina y se quedó muda, porque no esperaba encontrarse con un tipo tan atractivo. Los ojos azules de Tim, sus facciones perfectas, todo la cautivó. Incluso el aire de tristeza que flotaba a su alrededor.
- ¿Cuándo sale el próximo vuelo a París?- Preguntó él en cambio, que no la veía a ella como ella a él. Desde que Jayne lo dejara no había pensado en otras mujeres. Ni siquiera les prestaba atención. Era como si aún le debiera lealtad.
Tartamudeando, la mujer buscó la información que normalmente se sabía de memoria en la computadora frente a ella.
- A las siete de la mañana.- Respondió. Deseó decir algo inteligente que lo hiciera sonreír, pero no supo qué.
- Perfecto.- Dijo en un gruñido y puso su tarjeta de crédito frente a ella. Le hubiese gustado partir antes, pero al menos podía pasar un par de horas en el aeropuerto y no en su maldito apartamento vacío.
París parecía la opción más lógica. Le gustaba mucho Francia y siempre se había sentido cómodo allí. No se le ocurría otro lugar en el mundo al que ir para no pensar en Jayne. Aunque ahora que lo reflexionaba un poco… ¿no era París la ciudad más romántica del mundo?
Demonios.
Abrió la boca para cancelar todo, pero la chica le tendió con su mejor sonrisa la tarjeta de crédito y el pasaje.
Bueno, había muchos sitios en Francia además de París. Había lugares preciosos en el sur. Podía rentar un auto y alejarse de todos. Estaría perdido en la nada. Sería justo lo que necesitaba.
Agradeció vagamente a la chica y se alejó. Se sentó en una cafetería y ordenó algo de comer. Llevaba casi todo el día con el estómago vacío. Mientras aguardaba, sacó su celular y marcó el número de Richard. Atendió casi al instante.
- ¿Hola?
La camarera que le trajo el pedido también le dedicó su mejor sonrisa, pero Tim la pasó por alto. Estaba demasiado concentrado en su dolor.
- Soy yo. Estoy en el aeropuerto.
- ¿Qué sucedió?- Preguntó Richard de inmediato.- ¿Olvidaste algo? Creí que sólo habías llevado una maleta.
- No, no es eso. Me voy, Richard. Voy a pasar unos días en Francia.
Se hizo un silencio del otro lado. Tras unos segundos, la voz de Richard sonó preocupada.
- ¿Francia, Tim? ¿Por qué? ¿Qué vas a hacer allí?
No tenía ni la más mínima idea de lo que iba a hacer una vez que llegara, pero pensar en Jayne no estaba en su lista.
- Sólo alejarme mientras todo esto pasa. No puedo estar aquí.- Respondió, sinceramente. Suspirando, se dijo que estaba cansado de la situación. No quería decir que estaba bien cuando jamás había estado peor.- Si me quedo en Londres haré alguna estupidez. Y por mucho que duela, Jayne quiere hacer esto. Jayne quiere ser feliz. No voy a… no voy a meterme en medio y arruinarlo.
La voz le tembló al decir aquello. Hacía tiempo que trataba de aceptarlo. Se esforzaba por hacerlo. Claro que quería que Jayne fuera feliz. Quería que fuera feliz con él. Ése era el problema.
- Si esto es lo que necesitas, hazlo. Pero no hagas idioteces, ¿quieres?- Su amigo lo regañó como solía regañar a Tom cuando hacía estupideces al estar aburrido durante las giras. Richard era como la consciencia de la banda.- Llámame si necesitas algo. ¿Quieres que vaya contigo? ¿A qué hora sale tu vuelo?
- A las siete. Pero prefiero estar solo. Esto es algo que tengo que solucionar solo, Rich.
- ¿Seguro que quieres subirte a un avión otra vez? ¿Por qué no vas a las afueras de Londres? O a…
- No. Estaré bien. Te llamaré en cuanto pueda.- Sus ganas de hablar se habían extinguido. Sólo quería un poco de paz y no tantos cuestionamientos.
Se despidió rápidamente y luego se dedicó a revolver la comida en el plato un rato hasta que perdió el apetito.

Desperté desorientada, sin saber dónde estaba ni por qué. El avión atravesaba una zona de turbulencias y me aferré al asiento, tratando de no moverme mucho, como si eso fuera a provocar que la situación empeorara. De un modo u otro me sentía más vulnerable de lo que me había sentido en toda mi vida.
Nuevamente me planteé si no estaba equivocándome al huir así. Quizás debería haberme quedado en Nueva York, donde al menos había gente con la que podía hablar. Quizás debería haber tenido más paciencia con Rob y él me hubiese podido calmar antes de que la locura se apoderara de mí.
Sin embargo, ya era tarde para eso. Debajo de mí sólo se extendía el inmenso océano. Adelante no me quedaba más que aquel escape que había deseado con fuerzas. Atrás quedaba el miedo.
Me acomodé en el asiento. Lo primero que tenía que hacer era dejar de pensar, aunque jamás había entendido cómo la gente era capaz de lograrlo. Mi cabeza trabajaba constantemente, llevándome a veces por laberintos de pensamientos y recuerdos que terminaban por agobiarme más. Lo bueno era que a veces estaba tan ocupada y tan agotada, que no tenía tiempo de oírlos.

Enfadado, se dio cuenta que se sentía menos incómodo en un aeropuerto repleto de gente desconocida que en cualquiera de los sitios que había llamado hogar.
Se levantó del banco en que había pasado un par de horas matando el tiempo y caminó hacia una máquina para tomarse, por lo menos, el cuarto café. Había estado escribiendo un par de canciones para distraerse y aunque no le parecían lo más brillante que había hecho, al menos no había estado imaginando a Jayne vistiendo un vestido blanco y entregándose a otro hombre como otrora se había entregado a él.
Sintiendo náuseas, le dio un largo trago a la humeante taza de papel que llevaba entre manos y volvió a sentarse. Aún faltaba un rato para que tuviera que abordar y sus dedos cosquilleaban de ansiedad. No estaba seguro de que irse así fuera la mejor decisión, tal como no estaba seguro de no regresar corriendo para impedir la boda. Pero, de algún modo, su cuerpo y su mente estaban esperando el alivio de la lejanía.
Necesitaba un lugar donde pudiera estar solo, sin nadie que lo cuestionase, ni tratara cada dos por tres de aliviar su dolor. Necesitaba un lugar donde pudiese gritar, llorar o estar en silencio si así lo quería. Necesitaba un lugar donde la imagen de Jayne empezara a hacerse más borrosa.
El problema era que no estaba seguro de poder encontrar un sitio semejante.

Era ya de mañana cuando el avión comenzó su descenso. Somnolienta, me apresuré a ajustarme el cinturón de seguridad. Al menos durante el vuelo había conseguido bastante descanso. Pero la tensión me hacía presa nuevamente al sentir las sacudidas que indicaban el inminente aterrizaje.
En una especie de confusa nebulosa, bajé del avión junto a los demás pasajeros. Las idas y venidas del aeropuerto parecían arrastrarme hacia la salida. Me detuve a un lado de la banda transportadora de equipaje, ansiosa de ver a Cherry. De seguro la perra se encargaría de recriminarme con esos profundos ojos negros el que le hiciera algo semejante. Me haría sentir culpable y remordería mi consciencia hasta que la saciara de golosinas y caricias en recompensa.
Cargué la maleta y la jaula en un carrito y lo empujé por el amplio y luminoso hall mientras le susurraba a Cherry entre dientes, tratando de calmarla. Trataba de buscar algo a mi alrededor que me recordara los viajes a Francia de mi infancia, pero no lograba hacerlo. Todo parecía nuevo y reluciente.
Ya cerca de la salida, observé lo bullicioso de la ciudad del otro lado. Vi que la gente se amontonaba en la acera, turistas emocionados por echarle un vistazo al Louvre y a la Torre Eiffel. Me imaginé a mí misma rodeada de gente en los Jardines del Trocadero y paseando por Montmartré y casi deseé haber huido a Israel. Me di cuenta que quería estar sola. Quería soledad para remendar mis errores, para buscar una paz interna que, de algún modo, no era reciente. Era una paz que no sentía desde mucho antes de aquella fatídica cirugía.
Vi la oficina de turismo no muy lejos de allí y, vacilante, aún sin estar segura si no debía voltear y tomar un avión de regreso a New York, fui hacia allí con la intención de aclararme un poco.
- Bonjour Madame. Voulez vouz…?- Comenzó el hombre de traje con su mejor sonrisa, pero negué con la cabeza antes de que terminara de hablar.
- Lo siento, no hablo francés.- Me disculpé, rogando que el hombre me entendiera.
- No hay problema, madame. ¿En qué puedo ayudarla?- Su sonrisa de vendedor estaba congelada en su rostro. Me pregunté si no le dolería extinguirla de sus labios cuando terminaba su horario.
- Tengo muy pocos recuerdos de Francia y me gustaría encontrar un lugar un poco menos ajetreado que París. Quisiera un lugar tranquilo donde pudiera descansar…
Sin darme tiempo a acabar, empezó a desplegar muchos folletos frente a mí, mostrándome bellísimas ciudades que de seguro hubiese deseado conocer en cualquier momento. Pero no en aquel. Ninguno parecía ofrecerme lo que buscaba.
- Verá…- Musitó, con su inconfundible acento.- A solo unas millas de París tiene Biarritz, hacia el sur, donde de noche puede…
- No, no. Biarritz es un sitio enorme y concurrido, con mucho turismo.- Corté, tratando de no sonar impaciente.- Lo que yo busco es perderme, monsieur. Estar lejos de todo y todos. No ver un solo centímetro de civilización…
Cerré la boca al notar lo apasionado que había sonado mi pequeño discurso. Pero el hombre sonrió aún más, si eso era posible.
- Tenemos bellos pueblos al sur, madame, que se ajustan a lo que desea.- Cambió los folletos que había buscado por otros y empezó a deshacerse en elogios por cada uno de ellos. Todos los sitios parecían maravillosos, pero ninguno parecía hechizarme lo suficiente para poder huir allí.
- ¿Qué esto?- Murmuré, sacando un panfleto de una pila, que acababa de llamarme la atención. El mar azul bañando las costas y las casas de blanca fachada, el verde en derredor y el cielo brillante y despejado.
Esta vez fui yo quien sonrió.

La Trinité-sûr-Mer.
Tim observó con sus ojos azules escondidos tras unos lentes de sol verdes el cartel hecho en madera que anunciaba la llegada al pequeño y alejado pueblo. Apenas había bajado del avión se había sentido distinto. No estaba seguro de si se sentía mejor o peor, pero al menos era un cambio.
Todo lo que había hecho había sido rentar un auto, pedir un mapa y comenzar a manejar por las bellas carreteras francesas. Bajó un poco la ventanilla y dejó que el viento procedente del mar le alborotara un poco el cabello oscuro.
No estaba seguro de cómo había terminado allí. Se había dejado llevar por el paisaje y simplemente acababa de darse cuenta que estaba entrando a un pueblo. No le había llevado mucho tiempo llegar, pero con todo lo que le había sucedido últimamente se sentía cansado y le parecía mejor buscar un lugar donde quedarse.
Era tan sólo el mediodía y el sol brillaba bien alto en el cielo. Se le antojó darse una ducha y sentarse cerca del mar a descansar y comer algún bocadillo si podía encontrarlo. Quizás aquella soledad no fuera lo más apropiado para olvidarse de sus heridas. Sin embargo, se conformaba con un sitio donde al menos pudiera revolcarse en ellas sin nadie que se lo recriminara.
Pocas millas más allá, encontró una pequeña posada que parecía desprender un encanto que nunca antes había visto en otra parte. El techo de tejas negras que cubría las dos plantas bajaba hasta una espaciosa galería. La baranda de madera blanca parecía recién pintada y había varias macetas con flores de colores flaqueándola. La fachada de la casa y las ventanas también eran blancas, al igual que la hermosa puerta justo en el centro de la galería. Un simple tapete que daba la bienvenida lo recibió acompañado del sonido del mar y el olor al agua salada, al tiempo que bajaba del auto.
De algún modo, y aunque aún sintiera la suavidad de su piel en las manos, Jayne le pareció más lejana que nunca y supo que quizás aquel era el lugar que había estado buscando.
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