En una ciudad como Nueva York un día sin accidentes fatales es un verdadero regalo del cielo. No sólo porque así el recuento de victimas se reduce a un número mínimo, sino porque permitía un pequeño respiro entre paciente y paciente.
Me detuve a tomar una taza de café en la sala de descanso. Ese día me encontraba atendiendo los consultorios de urgencias, pero lo más grave que me había tocado era un adolescente con un piercing infectado. ¿Cómo podían los padres permitirles a sus hijos que se pusieran todo ese acero quirúrgico en el rostro?
Hacía poco más de un mes desde que regresara a casa después del viaje a Francia, pero no me había atrevido a no volver al hospital. Había hecho algo impulsivo de lo que no me creía capaz y había acabado con el corazón roto. Ya no volvería a arriesgarme. Había sido demasiado.
Espantaba los recuerdos tanto como podía, pero en los breves momentos libres que tenía, sólo pensaba en él y el recuerdo de su piel rozando la mía me provocaba tantas ganas de llorar que me sentía estúpida. No iba a llorar más por Tim Rice-Oxley. Me había prometido a mí misma que las lágrimas se quedarían en La Trinité-sûr-Mer y hasta ahora había cumplido.
Pero que no llorara no evitaba que no me sintiera horriblemente. Había acabado por hacer exactamente lo contrario a lo que quería hacer: sumirme aún más en el trabajo del hospital para no tener que pensar. Hacía turnos de más de cuarenta horas y cuando llegaba a casa estaba tan exhausta que me desmayaba sobre la cama sin quitarme la ropa de trabajo, y eso si lograba llegar más lejos del sillón de la sala.
Rob se asomó por la puerta, con unas cuantas carpetas con historias clínicas en los brazos. Me sonrió un poco, dudoso. No había vuelto a invitarlo a mi apartamento desde que regresara, pero tampoco tenía la intención de hacerlo. Ya no me divertía, ni me causaba nada.
- Tienes un par de pacientes esperando, Mae.- Comentó con esa sonrisa que en su momento yo había catalogado de encantadora.
- Gracias, Rob, voy enseguida.- Le di otro sorbo a mi taza de café, pero él no se fue, sino que entró a la sala de descanso y se apoyó contra la pared para mirarme.
- Has estado rara desde que volviste de tu viaje.- Dijo.- No hemos podido hablar nada al respecto.
- No tengo mucho que contar.- Respondí sin mucho entusiasmo.- Fui a un pueblo en medio de la nada y me tiré bajo el sol todo el fin de semana.
- Tampoco hemos podido hablar de otras cosas.- Agregó, como si no me hubiese oído.- Ya no me has invitado a tu apartamento.
- Estoy muy cansada últimamente. Tengo mucho trabajo.- Dejé la taza vacía y me encaminé hacia la puerta. Rob me detuvo tomándome por el brazo.
- Necesitas relajarte un poco, Mae, siempre estás corriendo de un lado a otro.- Me puso un mechón de cabello detrás de la oreja.- Me han dicho que has estado haciendo turnos larguísimos. Pueden prescindir de ti una noche. Sal conmigo hoy.
- Rob…- Susurré, empecinada en desalentarlo, pero él no me dejó acabar.
- Tengo una fiesta importante esta noche. Una especie de gala, en realidad, de la Asociación de Cardiólogos de Nueva York. Mi padre la preside y estoy invitado. Por lo tanto, tú también.
- Te agradezco la invitación, pero…
- Pero nada, linda. Te mereces descansar. Termina con los pacientes que te esperan y sal de aquí. ¿Por qué no te vas a Tiffany’s y te compras un bonito vestido que pueda quitarte más tarde?- Se acercó para besarme y yo di un paso hacia atrás para apartarme.
- Ya te lo dije. Tengo mucho trabajo.- La sequedad de mi tono hizo que desistiera.
- De acuerdo. Avísame cuando hayas vuelto a la normalidad.- Salió de la habitación dejando la puerta abierta y yo me apresuré a ir a la sala de urgencias.
No creía que pudiera volver a la normalidad nunca más. Me había ido a La Trinité-sûr-Mer siendo una persona y había salido de allí siendo otra totalmente distinta, al menos en los aspectos principales. La amargura que sentía en mi vida en ese momento no la había sentido nunca antes.
Estaba sola y así había sido siempre. Por lo que respectaba a la gente que me conocía bien podía desaparecer de la faz de la Tierra y nunca nadie se percataría del cambio. Quizás solo Cherry lo lamentaría.
Cuando iba camino a los consultorios, tomé la pila de historias clínicas que me esperaban y añadí un par más que no tenían un médico asignado. Cuando me ponía insoportable anímicamente como aquel momento, lo único que quería era ocuparme lo suficiente y olvidarme de toda la mierda que tenía dentro. Olvidarme de Tim.
Entré al consultorio a ver al primer paciente. Se trataba de una señora mayor que había ido varias veces ya, a hacerse ver cada vez que le aparecía un achaque diferente. Esta vez estaba con un catarro muy fuerte.
- Te ves muy distinta, querida.- Dijo con dulzura, mientras yo le recetaba un jarabe.
- Gracias, señora Waterman.- Le dediqué una breve sonrisa, firmé y sellé la receta.
- No, no. No distinta en el buen sentido…- Me examinó con los ojos entornados detrás de unos lentes con mucho aumento. Levanté la vista hacia ella.- Es como si te faltara algo muy importante…
Estuve segura de que empalidecía rápidamente. ¿Cómo podía darse cuenta de ello? Si no podía fingir, ya no me quedaba nada. Estaba desnuda en mi dolor y mi desesperación.
Le entregué la receta.
- Tome esto cada ocho horas, durante una semana. Si sigue teniendo esa tos tan molesta, venga a verme.
- Gracias, doctora.- Me puse de pie y la despedí lo más pronto que pude. Era una mujer muy amable, pero no me sentía lo suficientemente fuerte para tratar con ella estando tan vulnerable.
Siguieron, entre muchos otros, un bebé con un soldadito de juguete en la nariz, un hombre con una erupción en la espalda y una chica de diecisiete años con una reacción alérgica. Salí del consultorio a buscar más historias clínicas, colgándome el estetoscopio sobre el cuello y acomodándome el uniforme. Ese día no llevaba la bata blanca sino la chaqueta y el pantalón color rosa. Siempre me había hecho gracia vestir eso. Me hacía sentir como un dibujito animado. Ahora ya no me parecía tan divertido.
Me puse las carpetas bajo el brazo y entré al siguiente consultorio donde ya había un paciente esperándome. Cerré la puerta y me volví para presentarme, pero me quedé helada al ver que, sentado en la camilla con las piernas colgando, estaba Tim.
- Hola, doctora.- Saludó con una sonrisa. Sus ojos brillaban, tan azules como era posible y la sola cercanía me devolvió recuerdos tormentosos y apasionados que me golpearon el corazón como un desfibrilador.
- ¿Tim?- Susurré confusa. Me puse a revolver en las carpetas que llevaba, como si allí fuera a encontrar un error que lo hiciera desaparecer de pronto.- ¿Qué estás haciendo aquí?
- Tengo un dolor muy fuerte y eres el mejor médico que conozco.- Repuso, bajándose de la camilla y acercándose a mí. Por amor de Dios, nunca había creído que volvería a sentir el dulce aroma de su piel…
- Toda… toda tu familia está compuesta por médicos.- Repliqué, cada vez más nerviosa. Aquello no podía ser bueno. Hacía un mes que estaba lidiando con el hecho de no volver a verlo. ¿Cómo se dignaba a aparecer para echar al diablo mis esfuerzos por olvidarlo?
- Sí, tienes razón. Pero aún así, eres la única que puede curarme…- Se detuvo a un paso de mí.
Decidí refugiarme en el papel profesional para no dejar salir mi sufrimiento. Si lo ayudaba, se iría cuanto antes.
- ¿Dónde es el dolor?- Pregunté, con el tono que empleaba para todos los pacientes.
Tim me tomó la mano y la apoyó en su pecho, sobre su corazón.
- Justo ahí.
Sentí sus latidos contra mi mano y tragué saliva. Los había sentido acostada junto a él en la cama en la maravillosa quietud de nuestras breves noches en Francia.
- No creo que sea nada.- Susurré, sintiendo como mis defensas iban bajando.- Eres demasiado joven para tener problemas cardíacos, no te preocupes.- Retiré mi mano, a pesar de que él la apretaba muy fuerte.- Podrías haber visto un cardiólogo en Londres. No tenías que venir hasta aquí.
- No.- Murmuró. Su voz era tan maravillosa…- No quiero a nadie más. Te quiero a ti.
Suspiré. Me hubiese gustado que me dijera aquellas palabras por razones distintas, no relacionadas con el aspecto médico, un mes antes, cuando todo parecía quizás más posible.
- Si estás tan preocupado te derivaré a…
- No, no entiendes.- Me tomó la mano nuevamente. Como siguiera tocándome, iba a enloquecer.- El dolor no se debe a factores físicos.
- Ah… ¿no?- No sabía qué decir.
- No. Me duele porque fui un imbécil, Mae.- Acarició mi cabello y aunque sabía que tenía que alejarme, no tenía la suficiente voluntad para hacerlo.- Sé que demoré un poco en darme cuenta, pero no debí dejarte así.
- Ya pasó.- Dije, tratando de sonar fría.- No tenías que venir hasta aquí a disculparte.
- No vine hasta aquí sólo a disculparme.- Me miró con el ceño fruncido.
- ¿A qué viniste entonces?- Quise saber, deseando que lo dijera y se fuera de una vez por todas.
- Vine a hacer esto.- Tomándome por sorpresa, tomó mi rostro entre sus manos y bajó sus labios hacia los míos. Antes de que pudiera siquiera asimilar lo que pasaba, Tim me besaba con una intensidad que había creído no volver a sentir en toda mi vida.
Estaba jugando conmigo. Estaba haciendo lo mismo que había hecho en La Trinité-sûr-Mer: volver a mí para acabar dejándome. Sólo quería divertirse un poco más. Conseguir aquello que no tenía porque su mujer se había vuelto a casar. Conseguir aquello que me había asegurado que no iba a faltarle cada vez que lo quisiera.
Lo aparté con brusquedad.
- ¿Quién te crees que eres?- Exclamé, indignada y con los ojos llenos de lágrimas.- ¿Cómo puedes venir a mi lugar de trabajo y hacer esto después de lo que pasó?
- Te lo ruego, Mae, no llores.- Pidió, apenado.
- ¡Si no te gusta, puedes irte! ¡Es lo que tú haces!- Lo empujé hacia la puerta.- Cuando la situación se te hace insoportable, te das vuelta y te vas. Así que hazlo ahora y déjame en paz.
- No quiero irme esta vez.- Farfulló, resistiéndose.- Escúchame, Mae, quiero hablar contigo.
- No hay nada que puedas decirme que me haga querer escucharte, Tim.- Espeté de mala manera, poniéndome lo más fuera de su alcance que pude.
- Te amo.
Mis pulmones se vaciaron totalmente de aire. Abrí la boca pero ningún sonido salió de entre mis labios. Me aferré al borde de la camilla porque me di cuenta que mis piernas me fallarían de un momento a otro.
- Bien…- Musité, desconcertada y tratando de respirar.- Acabas… acabas de encontrar la única cosa que me hará escucharte.
Él sonrió ampliamente, evidentemente aliviado.
- Menos mal. Creí que tendría que forcejear contigo para que no me sacaras a patadas de aquí.
- Esa aún es una opción. Empieza a hablar, rápido.- Insté, tratando de no caer bajo el hechizo de esos ojos azules como el mar.
- Cuando te dejé en Francia creí que el dolor que tenía dentro de mí sólo se debía a mi problema con Jayne.- Dijo enseguida. Hizo el intento de acercarse, pero yo lo detuve con un gesto de la mano.- Estando en Londres pensaba tanto en ti como en ella. Me sentía terriblemente por haberte dejado así. No lo merecías.
Dejó una pausa, como si esperara que yo dijera o hiciera algo, pero me mantuve inmóvil.
- Y hace unos días me encontré con Jayne. Cuando la tuve enfrente me di cuenta que ella no era realmente toda la fuente de mi dolor. Eras tú. Me sentía miserable porque te había perdido. Porque te perdí. Por mi culpa… porque estaba demasiado ciego para notar que sólo el hecho de conocerte borró meses y meses de sufrimiento.
Me quedé callada, con un nudo en la garganta. Había soñado con que me dijera cosas así, pero nunca hubiese creído que lo haría realmente. Esas posibilidades se habían ido a Londres con él.
- Sabía que tenía que buscarte y empecé por aquí. Sé que pido demasiado, pero espero que al menos puedas perdonarme, Mae.- Dio un paso, tanteando el terreno, y esta vez no lo detuve.- Me está matando saber que fui tan cruel contigo cuando lo que en realidad debería haber hecho es dejar de ser un quejoso que vive en el pasado para ver lo que tenía delante de mí.
Me mordí el labio, con los ojos empañados en lágrimas.
- Te ofrecí todo lo que tenía y lo único que hiciste fue cerrarme la puerta en la cara, Tim.- Dije, restregándome una mano con la otra, tratando de contener el llanto.
Bajó la cabeza, avergonzado y embargado de tristeza.
- Sí. Lo sé.- Se pasó los dedos por el cabello oscuro.- Soy una basura por venir aquí a pedirte perdón. No lo merezco.
- No, no lo mereces.- Al fin, no lo soporté más. Me acerqué a él y lo besé con toda la pasión que había tenido que reprimir en mi ser desde que lo viera la última vez.- Tampoco mereces esto.- Murmuré, apenas separándome de sus labios. Se aferró a mí con todas sus fuerzas. Me abandoné a su abrazo y acabé hundiendo el rostro en su cuello para recuperar el aliento. Me sentía de regreso en casa pegada a él. Ahí era exactamente a donde pertenecía.- Dios, Tim… ¿por qué tardaste tanto?
Él sonrió y me levantó el rostro. Rozó sus labios con los míos, como si haber estado lejos de ellos hubiese sido lo más difícil.
- Ya te lo dije. Soy un imbécil.- Acaricié su mejilla con la punta de los dedos.- Necesité que mis amigos me empujaran a hacer esto. Tenía miedo de venir y no hacer más que revivir el dolor. No quería herirte más.
- Que no vinieses hubiese sido peor.- Uní las manos en la parte de atrás de su cabeza y levanté mis ojos hacia los suyos.
Su sonrisa era espléndida y hermosa y lo amaba en ese momento más que en cualquier otro que hubiésemos compartido en La Trinité-sûr-Mer.
- Así que… ¿cuál es el diagnóstico, doctora?- Murmuró, con la boca bien pegada a mi oído.
- No lo sé, pero puedo darte algo que te alivie ahora mismo.- Respondí en un susurro. Él rió y en su semblante no quedaba ya ni una pizca de sufrimiento. En sus ojos había sólo amor y supe que no estaba equivocándome con él.
- ¿Ah, sí? ¿Y qué es?
Volví a besarlo, pero esta vez de la manera más dulce. Tim me estrechaba tan cerca de sí que podía sentir los latidos de su corazón contra el mío. Los malos recuerdos de nuestro encuentro en Francia se borraron para dejar sólo los buenos. Las rachas desdichadas de nuestras vidas se cortaron en el preciso instante en que nuestro beso se fundía en el más profundo de los calores. Los fantasmas de Tim desaparecían mientras estiraba la mano para echarle llave a la puerta del consultorio. Mi amargura se extinguía fugazmente mientras reía entre sus brazos.
Si en algún punto la noción del futuro me había aterrado, en aquel momento me daba lo mismo. Porque lo que tenía era el presente más maravilloso, con Tim tomándome con suavidad para recostarme en la camilla y depositando una serie de besos a lo largo de mi piel.
Nos estrechamos uno al otro con ansiedad y supimos que ya no volveríamos a soltarnos. Todas aquellas vueltas y todos aquellos quiebres en nuestras vidas habían tenido sentido y no íbamos a desperdiciar otro segundo.
Y Tim definitivamente no pensaba desperdiciar tiempo. Mientras se preparaba para hacerme el amor sin importar el donde ni el cuando, me aproximé a su oído para susurrarle aquello que más había deseado susurrarle durante nuestros días en Francia.
- J’te aime, Tim.
Su sonrisa se ensanchó y los latidos de su corazón aumentaron su ritmo. A los pocos segundos, ninguno de los dos podía articular palabra y la ternura de sus besos fue perdiéndome en el voyage más maravilloso que iniciaría en toda mi vida, pero que no acabaría, ahora que al fin, después de todo, nos teníamos el uno al otro.
***
Fin.
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1 comentario:
PER-FEC-TO!!!
I Love Tim!!
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