sábado, 26 de abril de 2008

Atlantic: Capítulo 4.

Otro típico día de finales de otoño: las hojas caían ininterrumpidamente sobre la vereda, llenándolo todo con sus ocres tonalidades, mientras el cielo se veía embotadamente gris. Alguna lluvia estaría acercándose y mis ojos color miel apenas sí le dedicaron un vistazo rápido a los espesos nubarrones.
- Ya era hora, me muero de hambre.- Musitó Annie apresurándose a tomar su bolso de detrás del mostrador cuando entré en la tienda. La pequeña campanilla colgada sobre la puerta le había avisado sobre mi regreso.- ¿Qué te retuvo tanto?
- Me encontré con la señora Masterson cuando salía de la escuela.- Respondí vagamente, apoyando las llaves del auto sobre una mesa lateral y observando a un cliente que daba vueltas por el fondo del local.- Su hijo va a tener un bebé en unos meses y quiere que lo ayudemos a decorar la habitación. Se pasará por aquí cuando tenga unos minutos libres.
- ¿Y la reunión de la escuela?- Inquirió, corriéndose el corto cabello rubio y rizado de la frente.
- Lo de siempre, quieren mantener a los padres informados. Aunque no hay mucho que decir: apenas es el preescolar. No hacen mucho más que jugar.- Comenté algo distraída, revisando unos papeles que había apoyados junto a la computadora.- ¿Qué pasa con ese hombre que da vueltas? ¿Se le ofrece algo?
- Dijo que sólo estaba mirando.- Se encogió de hombros y suspiró.- Todo tuyo. Yo me voy a comer, Allison. Volveré en una hora.
Annie se marchó y yo continué revisando los papeles que tenía entre manos, un detallado catálogo que tenía un par de cosas que me interesaba incorporar a la tienda. Tomé un papel aparte y anoté dos o tres artículos que no quería dejar pasar. Luego, levanté la mirada para ver qué tal le iba al hombre que daba vueltas por ahí. En ese momento pasó junto a mí y se despidió con una sonrisa mientras salía.
Me gustaba mi trabajo y me gustaba la seguridad que confería el hecho de ser mi propio jefe. Hacía tan solo un año que había abierto esa hermosa boutique en el centro de Bexhill, pero no nos iba nada mal. A decir verdad, la mía era la única casa de productos de diseño para la decoración de casas. Ofrecíamos una gran variedad de mobiliario, cuadros y adornos que satisfacían las necesidades y la estética de las residencias del pueblo.
Continué mirando el catálogo y anoté también una otomana de cuero negro que atrajo mi atención por su aire elegante. Seleccionaba cuidadosamente cada pieza y me gustaba ocupar mi mente en ello. Sólo había dos cosas que importaban en mi vida, en un orden muy establecido: mi hijo, Noah, y mi trabajo. No había tiempo ni espacio para nada más. Ni quería que lo hubiera.
El teléfono comenzó a sonar y estiré un brazo para levantar el auricular, sin quitar los ojos de un cuadro de Chagall que me cautivó por sus colores fuertes. Sin lugar a dudas, un gran detalle para una habitación clara que necesitara un toque de audacia…
- ¿Hola?- Farfullé.
- ¿Señora Matthews?- Dijo una voz femenina del otro lado.- Soy Ellen Quinn, de la inmobiliaria Peterson & Collins.
- Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle?- Pregunté, ya con más interés.
- Sólo deseaba comunicarle que conseguimos alquilar la casa. Tengo los papeles listos para entregárselos, cuando usted lo disponga.- Explicó, con un tono muy profesional.- Logramos acordar un muy buen precio.
- Perfecto.- Murmuré, aunque no pensara que fuera realmente así.- Fue más rápido de lo que creí.
- Es una gran propiedad, no es difícil encontrar gente interesada. Este hombre en particular es muy agradable, creo que no le dará ningún problema.
- ¿Un hombre solo?- Dije, frunciendo el ceño.- Es demasiado espacio para una sola persona.
- Sí, bueno, parece que eso no le importa demasiado. Además, creo que será un excelente inquilino para usted. Prácticamente no notará su presencia.- Afirmó con convicción.
- Eso espero.- Suspiré. Poner la casa en alquiler había sido de por sí bastante complicado. Si bien la boutique hacía que Noah y yo no nos muriéramos de hambre, a veces no alcanzaba para solventar todos nuestros gastos. Alquilar la mitad de la casa me había parecido sensato.
Y me alegraba saber que casi no iba a ser conciente de que alguien viviría allí. Una pareja joven entró en la tienda en ese momento y se puso a curiosear por ahí.
- Debo irme ahora. Envíeme los papeles cuando le sea posible.- Dije con rapidez.
- Claro, señora Matthews, así lo haré.- Su voz amable sonó apurada.- Que tenga un buen día.
- Gracias.- Dejé caer el auricular sobre la horquilla y me acerqué a los dos jóvenes. Iban tomados de la mano, con enormes sonrisas en sus rostros. Buscaban algo especial para decorar su nuevo apartamento. Llevaban menos de un mes felizmente casados y parecía que nada podía arruinarles la dicha que los embargaba en ese momento.
Tuve que reprimir las ganas de decirles que no todo era tan color de rosa como ellos creían.

Había anochecido cuando finalmente aparqué el auto rojo delante de la casa. Todas las luces estaban encendidas, salvo aquellas que pertenecían al anexo, a lo que alguna vez fuera a ser el hogar de los padres de Kevin. Esa parte permanecía apagada, al igual que los recuerdos.
La puerta de entrada se abrió cuando apenas había apoyado un pie sobre el camino de adoquines. Noah salió corriendo a mi encuentro con una gran sonrisa, que yo devolví al instante.
- Hola, mami.- Dijo el niño cuando yo me agaché para levantarlo en mis brazos. Pesaba ya bastante, pero me gustaba estrecharlo, como cuando era sólo un bebé. El tiempo pasaba demasiado deprisa.
- Hola, cariño.- Saludé, besándole el suave cabello negro.- ¿Cómo estás?
- Bien. Greta preparó un enorme pastel.- Informó con entusiasmo.- Pero no me deja comerlo hasta que no se enfríe.
- Claro que no. No debes comer antes de la cena, te corta el apetito.- Respondí, dejándolo de nuevo en el suelo. Busqué mi bolso en el interior del auto y algunas carpetas.- Ve adentro, vamos. Vas a enfriarte.
Volvió corriendo a la casa y yo lo seguí. Greta nos esperaba en la entrada, sonriendo. Era una mujer corpulenta de expresión amable y cabello castaño firmemente recogido en un rodete. Llevaba años cuidando a Noah y para mí era una gran ayuda. Pasaba demasiadas horas en la boutique. Sin ella la casa se hubiera caído a pedazos en una semana.
- ¿Qué tal su día, señora Matthews?- Preguntó con su voz gruesa en cuanto entré. Tomó mi abrigo y lo colgó en el armario que se encontraba en el vestíbulo.
- Bien, gracias. Tengo muchos catálogos que revisar antes de irme a la cama.- Noah había regresado a la sala, donde se encontraba mirando la televisión.- Y fui a la reunión de la escuela de Noah. Su maestra dice que ya casi lee con fluidez.- Comenté con orgullo.- Sólo se traba en las palabras largas.
- Siempre fue muy listo, desde que lo conozco.- Contestó Greta, caminando hacia la cocina. Yo la seguí, deseando buscar algo que tomar.
Abrí el refrigerador y observé el contenido. Necesitaba ir a hacer algunas compras, muchas de las cosas se estaban acabando.
- Lo cierto es que sí.- Acepté, distraídamente, sacando una botella de agua y haciendo una lista mental de lo que debía comprar.- Kevin quería enseñarle a leer antes de que pudiera hablar…
Me detuve, y la sonrisa que había aparecido en mi rostro ante ese breve recuerdo se esfumó. La punzada de dolor en mi pecho seguía siendo muy fuerte, aún después de casi dos años de su muerte.
Carraspeé y evadí la mirada de compasión de Greta. No necesitaba la compasión de nadie.
- Bueno, yo me voy yendo ya.- Dijo, como si no se hubiera producido ninguna pausa.- La comida está en el horno. ¿Quiere que recoja a Noah en la escuela mañana?
- No, creo que iré yo.- Serví el agua en un vaso y evité mirarla.- Te llamaré si surge algo. Gracias, Greta.
- Buenas noches, señora Matthews.
- Buenas noches.
La oí despedirse de Noah en la sala y segundos después, la puerta de entrada cerrándose. Su pequeño auto blanco arrancó con un sonido como de escupitajo y se alejó traqueteando por el camino.
Fui a mi habitación y me cambié de ropa. Tenía los pies doloridos después de tantas horas con zapatos, dando vueltas de un lado a otro. La tarde había sido un constante desfile de clientes, sin contar con una entrega de cosas que había encargado a Francia. Había tenido que acomodar todas las cosas de la tienda lo mejor posible de modo que pudiera entrar la majestuosa mesa de comedor estilo Luis XV con sus seis sillas en un lugar bien visible de la boutique. Había costado una fortuna, así que esperaba que fuera una buena venta.
Una vez más cómoda, fui la sala y me senté en el sillón junto a mi hijo, dispuesta a pasar un rato con él. Estaba terminando de ver una película de dibujos animados, de modo que me recosté a su lado y lo rodeé con los brazos, mientras disfrutaba de un poco de paz.
Unos minutos más tarde, serví la cena y hablamos. Le pregunté por su día en el jardín de infantes y lo que había estado haciendo en la casa con Greta después. Le conté sobre la reunión y enseguida se embarcó en una larga historia sobre lo que había hecho el perro de un amigo. Sabía a dónde quería ir a parar con todo aquello: Noah llevaba meses pidiéndome que le dejara tener una mascota, pero yo no quería ceder en cuanto a eso. No disponía del tiempo suficiente para mantener a un perro y, además, no le podía confiar su cuidado a un niño de cinco años. Aún recordaba los peces que le había comprado el invierno pasado y que terminaron flotando boca arriba en la pecera porque se había olvidado de alimentarlos.
Mientras dejaba los platos en el lavavajillas, Noah fue a ponerse su pijama y lavarse los dientes. Regresó con un libro bajo el brazo y me esperó en el sillón a que yo acabara de limpiar la cocina. Todas las noches seguíamos nuestro pequeño ritual: después de la cena le leía algún que otro clásico de la literatura. En ese momento nos encontrábamos a punto de empezar el capítulo seis de Moby Dick y a Noah le gustaba la idea de que una enorme ballena pudiera tragarse un barco entero. La madre de Kevin había fomentado en su nieto el gusto por los libros desde que era sólo un bebé. Me había parecido una buena costumbre para que perdurara a través del tiempo.
Se acomodó sobre mis piernas y yo tomé el libro. Eché un rápido vistazo a la oscuridad de la noche que se colaba detrás del más que amplio ventanal de vidrio. El mar estaba bastante calmo y eso sólo quería decir que era la breve calma antes de la tormenta. De seguro en la madrugada estallaría con toda su furia.
Empecé a leer con voz clara y deteniéndome cada vez que Noah quería hacer una observación. Era el momento que más disfrutaba de todo el día. Si hubiera podido, habría detenido el tiempo allí mismo: la cabeza de Noah en mi hombro, su pequeña mano sobre mi brazo, los breves instantes en que la historia parecía ocupar toda mi cabeza, sin darme oportunidad de desviar mis pensamientos hacia nada más.
- “Pasaron varios días, y el capitán Achab seguía sin dejarse ver. Los relevos y demás labores se efectuaban a bordo sin novedad y los tres oficiales parecían ser…”- Interrumpí la lectura bruscamente cuando el niño se resbaló en mi regazo, ya dormido. Puse el señalador cuidadosamente entre las páginas del libro y lo dejé a un lado. Tomé a Noah en mis brazos y lo levanté con algo de dificultad. Recorrí el pasillo hasta su habitación y traté de separar las mantas de su cama con una sola mano. Ya tenía bastante práctica en aquello: Noah solía quedarse dormido en mis brazos casi todas las noches. Lo deslicé bajo las sábanas y lo arropé.
Apenas se movió para acomodarse y abrazar a su osito. Le besé la frente y apagué la luz, antes de salir del cuarto. Frotándome los ojos con cansancio, regresé a la sala y busqué los papeles que había dejado en una mesa al llegar. Era mejor ponerme a trabajar.
Mantener la cabeza ocupada en algo una vez que Noah se iba a la cama era lo único que hacía que lograra atravesar la noche y comenzar el nuevo día. A veces el amanecer parecía tan lejano…
Sacudí esos pensamientos de inmediato y cerré los ojos hasta que se esfumaron. Sólo entonces volví mi atención a los catálogos y a las listas que tenía preparadas.
La medianoche había pasado ya cuando dejé todo eso a un lado. Me di una ducha rápida y me metí en la cama. Los truenos y relámpagos hicieron acto de presencia en ese momento y me fue difícil conciliar el sueño. Inevitablemente, los pensamientos retornaron a mí.
Llevaba casi dos años viviendo en esa casa. Dos años en los cuales había atravesado por un dolor que no creía posible sentir. Dos años en los que había sufrido más pérdidas que en toda una vida. Dos años en que me había encontrado sola, necesitando ser fuerte por Noah. Dos años en que más de una vez había creído que moriría de pena.
Desde la muerte de Kevin todo había cambiado. Esa casa que me había parecido un sueño era ahora casi inaguantable. No podía caminar por las habitaciones sin pensar en tiempos más felices, sin pensar que él había creado cada centímetro de ella para que viviéramos juntos. Pero aún así no podía irme. Dejar la casa hubiese sido como renunciar a todo lo que me quedaba de él, que era meramente material. Kevin se había ido para siempre.
Odiaba mi vida. Odiaba todo lo que me rodeaba y Noah era mi única razón para seguir adelante, mi única razón para no desmoronarme. Pensaba que ya no quedaba nadie que cuidara de él si a mí me sucedía algo y sólo por eso me levantaba cada mañana y me obligaba a mí misma a trabajar, a comer, a bañarme…
Trataba de no dejar que notaran cuán muerta estaba por dentro. Detestaba haberme convertido tan sólo en un envoltorio, frío e inexpresivo, pero estar vacía en el interior. La gente que no me conocía creía que era amargada y callada. Los que sí me conocían sentían lástima por mí. Y no soportaba nada de aquello. No quería lástima y no quería extraños en mi vida que pensaran que me conocían. Quería presentar una imagen fuerte ante los demás, para que me dejara tranquila de una vez por todas.
Fuerte… hacía demasiado tiempo que no me sentía así. Había sido un gran desafío no dejarme vencer aquella noche de febrero cuando todo se había ido al demonio. Y la mayoría creía que había logrado superarlo…
Me daba ganas de reír con amargura cada vez que lo pensaba. ¿Cómo superar algo así? ¿Cómo seguir con tu vida cuando perdiste a alguien a quien amabas tan profundamente? Noah era la respuesta a todas mis preguntas.
Me aliviaba que nadie supiera realmente cómo me sentía. Ya no quería gente dándome palmaditas de apoyo y diciéndome que el mundo era injusto. Ya lo sabía. El mundo era una porquería y no me gustaba para nada que mi hijo tuviera que crecer en un sitio así.
Pero lo que más me aliviaba era que no sospecharan, que no fueran capaces de espiar en la intimidad de mi habitación cuando, después de asegurarme de que no había nadie que pudiera descubrirme, finalmente me dejaba arrastrar por el llanto que me presionaba la garganta. Un llanto doloroso que llevaba dos años acometiéndome con intensidad y para el que no encontraba ningún tipo de consuelo.
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